Las noches de invierno son frías y húmedas y nevadas, y amedrentan al hombre a internarse en el vecino bosque. Es tupido y húmedo y oscuro, y sus árboles son viejos y duros, y sus arbustos espinosos y altos. Es fácil perderse en él de día. En la noche, las raíces y ramas rotas se convierten en trampas, que bien pueden despeñar al excursionista por un terraplén o por una quebrada.
Cuando me despierto en la buhardilla de la antigua casa de campo de mi bisabuelo, la luna menguante ilumina las copas de los viejos alcornoques y robles, y el bosque tiene un aspecto misterioso. La casa de madera se robó al bosque: su finca, sus vigas, sus ventanas, sus paredes. Su calor también es robado y también la comida que se cocina en el fuego pertenece al bosque. Y a pesar de los muchos veranos que he pasado en eta vieja casa, nunca me aventuré a explorar los senderos que se adentraban profundamente en la foresta.
Hoy, la luna está ya baja en el horizonte y las estrellas brillan de una forma especial, que se asemeja al resplandor de los ojos en la oscuridad. La lámpara está llena y su llama crepita en la oscuridad de mi cuarto. Bajo las escaleras y salgo al porche trasero a ver las estrellas, y distingo claramente un sendero que se interna en el bosque, un sendero que nunca antes había visto. La noche está calmada y serena, y no hay viento, y mi abrigo me protege del frío y la humedad, y no tengo sueño.
Camino hacia el sendero y pronto descubro que es fácil de seguir, incluso cuando la luna se oculta tras el horizonte y sólo las estrellas y la lámpara guían mis pasos y me adentro a cada paso un poco más en el corazón del bosque. El viento ulula sombrío, pero lo tupido del bosque impide que me restalle en los oídos. Pierdo la noción del tiempo, pueden haber pasado muchas horas desde que empecé a caminar. Pero no amanece aún y yo no tengo sueño y me sobran las energías y no pienso en volver atrás. Incluso cuando el bosque se aclara y se alza una ligera niebla, las estrellas brillan aún con más fuerza y mi lámpara, ya sin aceite, es innecesaria.
Las ovejas y el cabrero aparecen entre la niebla. Saludos cordiales y deseos de suerte y buen día, que ya empieza a clarear, y una indicación no pedida, desconcertante. Señala el camino hacia la villa y añade. – Te está esperando.
En la villa los pastores y cabreros sacan a sus animales y las mujeres salen y hablan y recogen agua de la fuente y parecen felices pero intranquilos. Los saludo a todos y me dicen que el Señor del Este me espera en la posada; apremio mis pasos.
El interior de la posada es cálido y lleno con olores de las comidas que se preparan para el desayuno de los huéspedes. El Señor del Este me estaba esperando y me saluda al verme y me invita a sentarme con él. Y con el desayuno delante hablamos de la villa y del bosque, y de la tierra de Tar de la que yo no había oído palabra antes, y me habla de los peligros que la acechan. Y me habla del Este de donde procede, y de su familia y de su fuerza y debilidad. Y también me habla de la gran misión que le ha sido encomendada y para la que me necesita.
Y no necesita hablar más, porque yo ya había resuelto acompañar al señor del Este desde antes de verle, nada más saber que me estaba esperando.
Y viajamos por los caminos de la tierra de Tar durante días, que pronto se convirtieron en meses, que, seguramente, se convirtieron en años; aunque no llevé la cuenta. Y cada día el señor del Este me enseñaba algo de la tierra de Tar, de él, y algo de mí mismo. Y cada día conocí mejor la tierra de Tar, hasta aprenderme sus valles y montes, ríos y mares, flora y fauna que la poblaban. Y cada día le llamaba maestro, por todo lo que sabía y por lo que supe de él y por lo que aprendí de él. Y cada día yo fui más sabio y pronto, también él me llamó maestro a mí.
Por él supe del gran mar circular, donde los barcos navegan cíclicamente con la corriente, haciendo la misma ruta durante toda su vida. Y de los hielos migrantes, que viajan por los valles entre las montañas arrancando árboles de sus raíces, rocas de las montañas y personas de sus hogares. Y de las junglas rojas, donde los árboles crecen altos y bajo sus ramas todo luce con el color de la sangre al atardecer y los indígenas cazan con cerbatanas de dardos envenenados con la saliva de las cobras. Nada de lo que aprendí en la tierra de Tar del maestro me era conocido. Pero aprendí y la conocí como la palma de mi mano.
Con el maestro, viajé y conocí a la reina del valle de Ingra, señora de las ramas altas y las águilas y los halcones. La reina nos obsequió con el banquete más espléndido, en su castillo de la cima de la montaña. Saboreamos las más tiernas liebres y conejos del valle, aderezados con salsas de bayas, y bebimos los vinos de las uvas de las altas parras de sus laderas. Conocí a las gentes del valle, que son de tez clara y cabellos rubios, y son desconfiados con los extranjeros, pero no con nosotros. Hablamos con los caballeros del aire, que surcan los cielos montando las grandes águilas y han batallado por siempre con los hombres del desierto de Gor.
Y por primera vez, sentí el miedo en mi corazón por la tierra de Tar. La reina nos habló del mal que se extendía por la tierra, por el mar y por el aire; el mal moraba en el este y había seducido a los hombres de Gor, que ya no eran nobles sino recelosos, y a los hombres que navegaban en el mar circular, que habían dejado de pescar y ahora ejercían la piratería.
Nuestro cometido ahora, como portadores de la sabiduría de la tierra de Tar, era combatir el mal en todas sus formas y maneras, haya donde lo halláramos. Nos despedimos de la reina del valle y de sus caballeros y viajamos hacia el este, hacia el desierto de Gor.
El viaje por las tierras del desierto de Gor es duro, los caminos son confusos y pedregosos, el agua de los oasis es salobre o ácida, y las bayas de los cactus son amargas o venenosas. Los caballos sufren el riesgo de romperse las patas al trotar por las tierras plagadas de rocas afiladas y de resbalarse y caer por las dunas de arena.
Los hombres del desierto son toscos y amigables, morenos de piel y de cabello, recios y fuertes; y muchos tienen los ojos verdes. Nos miran con suspicacia al aproximarnos a sus tiendas a la sombra del risco, cerca del único arroyo de agua dulce que recorre el desierto. La tienda del jefe de los nómadas es de un fuerte color azul mar, y se puede ver desde mucha distancia. Y de su interior brotan untuosos vapores con olor a especias y a sabrosas viandas; pero otro olor capta mi atención: el olor de lo que es puro y limpio y que recuerda a las flores y a una primavera que nunca llega al desierto.
Los hombres nos permiten el paso a la tienda y entramos y nos sentamos entre cojines bordados de oro, sobre las alfombras finamente trabajadas con escenas de caza anteriores a la vida nómada. Y ahí hablamos de los hombres de Gor y de las gentes del valle de Ingra, y de su eterna enemistad y de los males que se aproximan del este. Y aprendemos que los hombres de Gor tienen miedo del este y huyen del sultanato de Ymr, donde todo está corrompido y sucio.
Allí encuentro por fin a mi compañera. Algo me ha faltado desde que el maestro me encontró en la tierra de Tar, pero sólo ahora supe verlo. Ella es alta y fuerte, de piel morena y de ojos verdes, y lleva el pelo largo recogido en tres trenzas a su espalda y es negro como la obsidiana. Y es una bella guerrera que se mueve como una gacela. Viste túnicas duras y recias como los cazadores del desierto, pero bajo ellas lleva ropas ricas y bellas. Su arco es recurvo y duro madera de pino, su cimitarra es afilada y sus flechas son certeras. La mejor cazadora del desierto de Gor. Y huele a las flores y a recuerda a la primavera que los hombres del desierto nunca han visto. Y ella me ve y me reconoce y me narra una profecía: “Te he estado buscando, compañero inmortal; ahora eres uno conmigo y estoy completa; y soy una contigo, y estás completo. Aprenderé de ti las artes y las ciencias, y te enseñaré a luchar y a ganar las batallas y a ser victorioso en todas tus gestas”.
Y el maestro habla con mi compañera y comprende el vínculo que nos une, que es fuerte e intemporal, y nos permitirá derrotar al mal.
Semanas después llegamos al sultanato de Ymr, donde los minaretes dominan los cielos de las ciudades y las fachadas de las casas están cubiertas de azulejos de lapislázuli y los arcos de las ventanas son puntiagudos. Los hombres tienen telas en sus cabezas y las mujeres cubren su cuerpo completamente para no sufrir los rayos del ardiente sol del verano, y sus ropas y vestidos están tintados con azul, rojo y verde.
Llegamos al anochecer a la Ciudad de los Cristales; y nos acercamos a la feria del solsticio de verano, en la enorme explanada cerca de la puerta norte de la ciudad; justo cuando los últimos rayos del sol en su máximo esplendor se reflejan en los cristales de las cúpulas de las mezquitas y los minaretes y la noche cae suavemente. Y atravesamos el pequeño bosque que se encuentra cerca de los puestos de comida y bebida, donde se sirve cordero especiado y aguardientes de bayas traídas del norte y de más allá del mar circular.
Y por fin los veo esperando, alrededor de un gran fuego, en el claro del bosque, comiendo corderos crudos enteros con bocas de metal y hueso. Ellos son espigados y delgados, de cabeza alargada como un pez martillo; con brazos y piernas como los hombres, pero altos como gigantes. Artefactos creados con magia y metal, con mecanismos de acero y engranajes y pócimas y hechizos. Y dentro de cada artefacto, un hombre sufre el terrible destino de no estar ni vivo ni muerto, devorando carnes para vivir una terrible existencia al servicio del mal. El desenlace del combate se precipita en segundos y los cuatro monstruos son derrotados, desmembrados y quemados.
Pero otros secuaces del mal están cerca, y son hombres vestidos con ropas oscuras y que portan ballestas y cimitarras. Y comienza una persecución que se traslada del claro a la feria, y de ahí a las puertas de la ciudad y a su interior de calles empedradas con granito y mármol.
La carrera se prolonga por la gran avenida, luego por callejuelas y por el interior de casas y comercios. Y entonces la persecución llega a un punto crítico, con los esbirros pisándonos los talones. El maestro se enfrenta a ellos y se sacrifica para que nosotros podamos huir.
El maestro se enfrenta sólo a los secuaces del mal y tras una gran lucha, es rodeado y asesinado. Pero gana tiempo y mi compañera y yo podemos huir por las callejuelas y acercarnos al palacio del sultán, donde nos permiten entrar y nos esconden de la deshumanizada turba. Buscan y buscan con los ojos inyectados en sangre, y sus bocas rezuman aguardiente barato y, ciegos de cólera e ira, no nos encuentran.
El palacio del sultán es ostentoso y enorme, y nos reciben sus criadas y su harén. Decenas de mujeres limpias y perfumadas, que sólo llevan velos que les cubren la boca y la barbilla, que nos llevan a las termas para limpiarnos el sudor y la suciedad y perfumarnos con fragancias traídas del oeste con olores a jazmín y a rosa. Y mi compañera y yo lloramos la pérdida del maestro y nos lamentamos de nuestra imprudencia y nos vamos a la cama llorando y lamentando el mal que asola nuestra querida tierra.
Y nos ocultamos de nuestros perseguidores durante mucho tiempo. Reponemos nuestras fuerzas comiendo y bebiendo en el palacio, donde nos tratan como a príncipes.
Pasan los días y los meses y las estaciones. Y nunca vemos al sultán, que nos es descrito como un chico joven y carente de interés por el mundo. No salimos del palacio por miedo al mal que asola las tierras y que nos persigue. Entrenamos nuestras habilidades para la lucha día tras día.
Pero el hastío y la apatía hacen mella en nosotros. Discutimos y yo quiero permanecer en el palacio descansando y entrenando y aprendiendo sobre el mal. Pero ella quiere seguir con la misión y yo soy egoísta y cobarde y decido permanecer en el palacio mientras ella sale y continúa con la misión por si sola.
Los meses pasan y yo olvido mi misión, y olvido a mi maestro. La bebida es abundante y rica, y se bebe vino y aguardiente en cada comida. Y cada noche fumo las especias que el sultán ordena traer para las mujeres del harén; que vienen del sur donde los grandes campos de hierba cubren las tierras y los agricultores son gente amable y pobre.
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